EL AFICIONADO


-Escuché un rumor -dijo Sangstrom-que dice que usted--... Giró su cabeza y miró alrededor para estar absolutamente seguro de que él y el boticario estaban solos en la pequeña farmacia. El boticario era un hombre pequeño, encorvado y con apariencia de gnomo y podía tener cualquier edad entre los cincuenta y los cien años. Estaban solos, pero en todo caso Sangstrom bajó la voz-... que dice que usted tiene un veneno completamente indetectable.
El farmacéutico asintió. Salió del mostrador y cerró la puerta principal del negocio, luego caminó hacia el vano de la puerta detrás del mostrador. -Iba a tomar una taza de café -dijo. Venga conmigo y tómese una.
Sangstrom lo siguió por detrás del mostrador y pasó la puerta hacia una habitación rodeada por estantes llenos de botellas desde el suelo hasta el techo. El boticario enchufó una cafetera eléctrica, cogió dos tazas y las colocó sobre una mesa que tenía una silla a cada lado. Le indicó a Sangstrom que tomara una de ellas y se sentó en la otra. -Ahora -dijo- cuénteme a quién quiere matar y por qué.
-¿Acaso importa? -preguntó Sangstrom. No es suficiente con que yo pague por...
El farmacéutico lo interrumpió levantando la mano. -Sí, importa. Debo estar convencido de que merece lo que yo le puedo dar. De otro modo-. Se encogió de hombros.
-Está bien -dijo Sangstrom. El quién es mi esposa. El porqué-. Comenzó la larga historia. Antes de que hubiera terminado, la cafetera había acabado su trabajo y el boticario lo interrumpió brevemente para alcanzar el café. Sangstrom concluyó su historia.
El pequeño farmacéutico asintió. -Sí, ocasionalmente preparo un veneno indetectable. Lo hago gratis. No cobro por él si creo que el caso lo merece. He ayudado a muchos asesinos.
-Bueno, -dijo Sangstrom- entonces démelo por favor.
El boticario sonrió. -Ya lo hice. Para cuando estuvo el café había decidido que usted lo merecía. Era, como le dije, gratis. Pero hay un precio por el antídoto.
Sangstrom palideció. Pero ya había anticipado -no esto sino la posibilidad de una traición o alguna especie de chantaje. Sacó una pistola de su bolsillo.
El pequeño farmacéutico dejó escapar una risita. -No se atreva a usar eso. ¿Puede encontrar el antídoto -señaló los estantes- entre esas miles de botellas? ¿O quizás encuentre un veneno más rápido y virulento? O si cree que estoy mintiendo, que en realidad no está envenenado, adelante, dispare. Sabrá la respuesta dentro de tres horas cuando el veneno empiece a hacer efecto.
-¿Cuánto quiere por el antídoto? -gruñó Sangstrom.
-Una suma razonable, mil dólares. Después de todo, uno tiene que vivir de algo; incluso si su afición es impedir asesinatos, no hay razón por la cual no pueda sacar dinero de ello, ¿o sí?
Sangstrom refunfuñó y bajó la pistola, pero la dejó al alcance de la mano y sacó su billetera. Tal vez después de tener el antídoto todavía podría usar esa pistola. Contó mil dólares en billetes de cien y los colocó sobre la mesa.
El boticario no intentó levantarlos inmediatamente. Dijo: -Y otra cosa -por la seguridad de su esposa y la mía. Escribirá una confesión de su intención - intención que ya no tiene, creo- de matar a su esposa. Luego esperará a que yo vaya y la envíe por correo a un amigo mío en el departamento de homicidios. Él la guardará como evidencia en caso de que alguna vez decida matar a su esposa. O a mí, en realidad.
-Cuando la carta esté en el correo, podré regresar con tranquilidad aquí y darle el antídoto. Le alcanzaré lápiz y papel. Ah, otra cosa - aunque en realidad no insisto en ello. Por favor ayude a esparcir el rumor sobre mi veneno indetectable, ¿quiere? Uno nunca sabe, señor Sangstrom. La vida que se salva, si uno tiene algún enemigo, puede ser la propia.

Cuento de  Fredric Brown